
¿Cómo nos vestiríamos las mujeres si los hombres no existieran?
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Recientemente estuve en una conversación con una artistas importantes del subgénero neo perreo, el cual está mayormente dominado por mujeres y personas queer. De las cosas que más se me quedaron en la cabeza fue que una de las razones por las que sintió la necesidad de abrir este espacio: porque no se sentía segura en los espacios tradicionales de reggaeton. Esto me llevó a pensar en cómo muchas mujeres nos vemos influenciadas por los hombre a la hora de elegir qué ponernos y, aunque muchos creerían que es mayormente para provocar usualmente la mujer promedio usa la ropa como mecanismo de defensa a futuros ataques, gritos o agresiones en general en espacios públicos como la calle, donde solo usar una falda se vuelve un peligro.
Si los hombres no existieran, tal vez vestiremos con más libertad. Tal vez la sensualidad sería una decisión y no una estrategia. Tal vez la comodidad sería prioridad, sin que eso signifique “descuidada”. Probablemente veríamos más transparencia, más piel, pero también más formas raras, más mezclas inesperadas, más ropa grande, pequeña, rota o brillante… no por provocar, sino por jugar. Antes de sentarme a escribir este texto me puse a revisar tiktok (jeje) buscando eso trends como “man repeller outfit”, “what I would wear if men didn't exist” o un audio muy viral donde las chicas bimbos dicen “I don't dress for men, I dress for the little girls” y simplemente hay una cantidad de enorme de estilos que usarìamos las girls si la inseguridad que sentimos al usar algo que podría considerarse 'demasiado', el temor a ser reducidas a un objeto sexual, o la constante duda de si nos veremos atractivas... o quizá demasiado.
Si me pusiera a pensar en un mundo ficticio donde solo existieran mujeres me gustaría creer que la ropa no estaría pensada para el agrado ajeno. El sujetador, para muchas, se iría directo al olvido —¿quién lo necesita cuando nadie está mirando tus pezones con lupa? Los tacones, en vez de tortura glam, serían una excentricidad ocasional, como ponerse una peluca un martes solo porque sí. El maquillaje no sería una máscara, sino un experimento. Nadie te lanzaría ese “te ves vulgar” con tono de advertencia, porque nadie tendría autoridad para marcar el límite entre lo sexy y lo peligroso. Se abriría un universo de estilo sin género, sin miedo y sin necesidad de validación. Lo andrógino sería una opción más, no una rareza; lo grotesco, una forma de arte; lo cómodo, un placer sin culpa.
La moda ya no sería una coreografía ensayada para agradar al público masculino. Sería un acto de autorreconocimiento, de placer estético propio. Un espejo honesto del cuerpo que habitamos, del ánimo que cargamos, del deseo que sentimos... para nosotras. Nada que demostrar, nada que esconder.
Este análisis no es nuevo. La teórica feminista Laura Mulvey, en su ensayo Visual Pleasure and Narrative Cinema (1975), introdujo el concepto de la mirada masculina, esa lente a través de la cual las mujeres han sido vistas, representadas y hasta autoevaluadas. Aunque se enfoca en el cine, su idea es completamente aplicable a la moda y la vida diaria. Según Mulvey, las mujeres han aprendido a verse a sí mismas como si fueran vistas por un hombre: como objeto, no como sujeto. Explicando por qué tantas veces nos vestimos no para nosotras, sino para complacer, evitar juicios o encajar en un estándar que ni siquiera construimos.
Según Mulvey, el sistema patriarcal moldea las imágenes, las narrativas y los cuerpos femeninos para el placer visual del hombre heterosexual, relegando a las mujeres a una posición de espectadoras de sí mismas. Esta idea se ha vuelto fundamental para entender cómo la moda también participa en este esquema: muchas mujeres están condicionadas desde pequeñas a observarse desde fuera, como si su cuerpo no les perteneciera. Siempre estando en escena, siempre esperando aprobación.
Esa interiorización de la mirada ajena condiciona lo que consideramos sexy, correcto, elegante o aceptable. Nos dice cómo caminar, cómo sentarnos, cómo “no pasarnos”. Y, sobre todo, nos enseña a autorregularnos. Mulvey nos permite ver que la opresión no siempre grita: muchas veces, se susurra en el inconsciente colectivo.
Por ejemplo, incluso las prendas que se promocionan como símbolos de empoderamiento femenino a menudo siguen estando diseñadas desde la lógica de la mirada masculina. Pensemos en la popularización del "power dress" en figuras públicas como Kim Kardashian o en algunas campañas de moda de marcas como Fashion Nova o PrettyLittleThing, donde el discurso es de autonomía y empoderamiento, pero las siluetas hipersexualizadas —cortes ceñidos, escotes profundos, transparencias— siguen apelando al deseo externo más que a la comodidad o la expresión personal.
Frente a esto, la autora Bell Hooks propuso una respuesta radical: la mirada opositoria (oppositional gaze). Vernos a nosotras mismas desde un lugar crítico, donde la mirada ya no nos controla, sino que nos pertenece. Vestirnos, entonces, como un acto consciente de presencia, no de sumisión.
Para hooks, resistir no solo es mirar críticamente, sino también reapropiarse del acto de ver y ser vista. Es decir: vestirnos desde el deseo propio, no desde la aprobación masculina ni desde los estándares del consumo. Construir una identidad visual que no sea un disfraz para sobrevivir, sino una manifestación libre de quienes somos.
Porque no basta con vernos a nosotras mismas: también es importante ser vistas, pero desde otro marco. Ser vistas no como objetos disponibles, sino como cuerpos presentes, pensantes, complejos. La visibilidad puede ser imperante si no está dictada por el deseo ajeno, sino por nuestra necesidad de expresión, de afirmación, de conexión.
Hooks enfatiza que esa reapropiación pasa por la conciencia crítica, pero también por la acción estética: decidir cómo mostrarnos al mundo —desde qué emociones, qué símbolos, qué materiales— es un gesto político. Y lo es aún más para quienes han sido sistemáticamente marginadas: mujeres negras, trans, gordas, indígenas, pobres. Para ellas, ser vistas en sus propios términos no solo es un acto de belleza, sino de resistencia.
Y lo cierto es que cada vez más mujeres ya lo estamos haciendo. Nos vestimos sin pedir permiso, sin buscar validación, sin necesidad de gustar. Llevamos pantalones amplios, vestidos transparentes, mezclamos lo kitsch con lo elegante, salimos sin maquillaje o lo usamos como máscara festiva. La moda, para muchas, se ha convertido en un espacio de autodefinición. Un campo donde la estética ya no responde (o no siempre) a la mirada masculina, sino al deseo de habitar el cuerpo en libertad.
Este gesto de resistencia no se vive igual para todas. La posibilidad de vestirnos como queremos —sin miedo, sin castigo, sin consecuencias— está atravesada por el color de piel, la clase, la identidad de género, el cuerpo que habitamos y el lugar que ocupamos. Lo que para unas puede ser una elección estética, para otras es leído como rebeldía, provocación o amenaza. Por eso, la libertad estética real requiere una mirada interseccional: entender que no todas llegamos al vestuario desde el mismo punto de partida, y que la liberación no es completa si no es colectiva.
Aun así, esa diversidad está cada vez más presente. En las calles, en redes, en pasarelas alternativas, en fiestas, en aulas. Mujeres negras, trans, gordas, indígenas, campesinas, migrantes —todas desafiando con su forma de vestir lo que se espera de ellas. No para encajar, sino para existir con fuerza. No para ser vistas como desean otros, sino como deciden ellas.
Un ejemplo claro es el trabajo de Selly Raby Kane, diseñadora senegalesa que combina elementos tradicionales africanos con estética afrofuturista, rompiendo con los estereotipos coloniales sobre cómo deben vestir las mujeres negras. El colectivo Gorda sin Chaqueta en América Latina, que visibiliza la moda desde cuerpos no normativos, usando la ropa como forma de resistencia y celebración. También artistas como Arca, mujer trans no binaria, que desde la música y la moda performa una estética radicalmente libre, ajena a las expectativas binarias o domesticadas. Mujeres como Mariah Idrissi, primera modelo en usar hijab en una campaña global de H&M, o diseñadoras como Haute Hijab en EE. UU., demuestran que vestirse con recato no implica sumisión, sino una forma distinta de agencia y visibilidad. O las Bimbo Girls que se burlan del cliché de rubia tonta hiper feminizada para establecer su propio estándar de belleza. Así, una cantidad enorme de ejemplos de mujeres diversas que cada vez ocupan más espacio.
Desde esta mirada, la moda puede ser un arma de reapropiación. Un espacio donde el cuerpo vuelve a ser nuestro, donde lo visible deja de responder al deseo masculino y empieza a contar nuestras historias. Donde el estilo no es una estrategia de seducción, sino una forma de decir “estoy aquí” con poder, contradicción y placer.
Y ahora dejando atrás ese mundo imaginario donde los hombres no existen y nos vestimos de manera libre la realidad es que: los hombres sí existen. Y muchas veces, nosotras también existimos a través de su mirada. Desde pequeñas, aprendemos a calibrar nuestros gestos, posturas y estilos bajo ese ojo invisible que evalúa, aprueba o sanciona. Por eso, esta reflexión no es una fantasía separatista, ni una propuesta de borrar a los hombres del mapa. La invitación no es imaginar un mundo sin ellos, sino preguntarnos: ¿qué tanto de lo que me pongo hoy es realmente mío? ¿Cuánto nace del deseo propio, y cuánto de la costumbre de ser vista desde afuera?
Vestirse como si nadie mirara no significa desaparecer, ni volverse invisible, ni desentenderse del mundo. Significa cambiar el centro de gravedad hacia mi misma y mi propio placer. Vestirse para el placer, la comodidad, el juego, la rabia o la contradicción. Vestirse no para complacer, sino para comunicar quién somos, incluso cuando no queremos decir nada. Eso nos permite conectar con otras personas de manera sana y real.
Eso no excluye a los hombres: los incluye desde otro lugar. Uno donde también ellos pueden preguntarse cómo han aprendido a mirar, qué cuerpos consideran deseables, aceptables, profesionales. Uno donde su rol no sea el de árbitro de estilo, sino el de cómplice en la desconstrucción de una cultura que muchas veces los pone como centro, incluso sin que lo pidan. La transformación de la moda también les cuestiona a ellos: ¿por qué ciertas prendas aún les parecen provocadoras, ridículas o “fuera de lugar”? ¿Qué pasa si también empiezan a mirar —y a vestirse— desde el deseo propio, no desde la norma? Y aún más: ¿qué pasaría si esa libertad también les invitara a ellos a mirar diferente?
Por: Stargirrrl