Girl Math pero Make It economía afectiva

Girl Math pero Make It economía afectiva

A pocas cosas estoy tan apegada como a la ropa. Estos días se me dio por “hacer limpieza” de clóset porque, me dije a mi misma, nadie necesita tanta ropa acumulada. Pero cuando empecé a sacar y me pasó lo obvio: hay cosas que no quería soltar. Y ahí caí pensé… la ropa no es solo tela cosida con puntadas; algunas tienen un valor emocional y siempre veo una posibilidad en cada una. Este no es un objeto neutro. 

Así que chika, ahora voy a soltar una introspección de la ropa y su relación con el tiempo, la economía y la cultura. Cada prenda tiene una vida útil que no se reduce a su desgaste material, sino que está atravesada por las formas en que las personas la resignifican con el paso de los años.

En economía clásica, el valor se mide por precio y desgaste: cuanto más usada está una prenda, menos vale. Pero, la ropa ilustra un ciclo de valor mutable. Una misma prenda puede iniciar como inversión —una compra aspiracional, de estatus o de pertenencia a cierto grupo social— y, con el tiempo, el desgaste y el uso la hacen transitar de “ropa de estreno” a “ropa de diario”, luego a “ropa para la casa” y, finalmente, a trapo. Esta transformación no es inmediata, ocurre con los años y parece reflejarse suavemente en el tiempo.

Sin embargo, este ciclo natural se ve saboteado por las tendencias y la obsolescencia programada de la moda. La industria del fast fashion impone caducidades artificiales: prendas que materialmente están intactas, pero simbólicamente ya son “viejas” porque pasaron de moda en una temporada. De este modo, la obsolescencia no depende del desgaste físico, sino de la velocidad con que las tendencias dictan lo que debe ser descartado. Así, el mercado actual acelera un proceso que en la vida cotidiana solía ser más lento y orgánico, creando una brecha absurda entre lo que la prenda aguanta y lo que la moda ya sacó del mercado.

Sin embargo, si lo vemos desde otra perspectiva, las prendas también están cargados de significados sociales, afectivos y culturales. En este cruce se puede observar cómo la ropa oscila entre el valor de mercado (que mencionamos antes) y el valor simbólico, entre lo que cuesta y lo que significa. La economía tradicional mide el valor de una prenda por su precio de adquisición y su grado de desgaste. Bajo esta lógica, mientras más usada o deteriorada esté, menos vale. Sin embargo, la experiencia cotidiana contradice este supuesto. En la práctica, el “valor real” de la ropa rara vez coincide con esas métricas objetivas, porque las prendas cargan significados que el mercado no puede tasar.

Una camiseta vieja de un concierto, la chaqueta heredada de un familiar o un vestido de fiesta con historia pueden ser invaluables en términos afectivos, incluso si ya no tienen ningún valor de reventa. En contraste, un vestido de diseñador que costó miles puede terminar olvidado en el clóset, intacto, pero sin peso emocional alguno. Aquí entra en juego lo que Arjun Appadurai denomina la vida social de las cosas: los objetos no son estáticos, circulan, cambian de dueño, de función y de significado, y en ese tránsito acumulan historias que los transforman en verdaderos archivos personales.

Pierre Bourdieu ayuda a profundizar esta idea al introducir el concepto de capital simbólico. No toda prenda se mide por el dinero que costó; también acumula prestigio, estatus o reconocimiento social. Una chaqueta de diseñador usada en un evento importante puede funcionar como marca de distinción, incluso si objetivamente ya está pasada de moda. Al mismo tiempo, una prenda sin valor de mercado —por ejemplo, la camiseta del equipo de barrio— puede tener un capital simbólico enorme dentro de un grupo social específico. En ambos casos, lo que cuenta no es el precio, sino el reconocimiento y la legitimidad que esa prenda otorga.

Así, el tiempo convierte la ropa en archivo biográfico y cultural. Lo que el mercado define como gastado o desactualizado puede ser, en la experiencia personal y social, un objeto cargado de memoria e identidad. De esta manera, el valor simbólico de la ropa no solo resiste a la lógica mercantil, sino que la desborda, revelando que la moda opera en un terreno donde la economía y la cultura son inseparables.

Ahora que entendemos que la ropa tiene una vida social que va mucho más allá de su etiqueta de precio, la resistencia a la racionalidad utilitaria de la económica muestra cómo nosotras jugamos con esas reglas y, a veces, simplemente las ignoramos. Porque lo que para el mercado es “una prenda depreciada”, para nosotras puede ser el recuerdo de un momento increíble o un pedazo de identidad imposible de botar. El famoso girl math es solo la versión pop de esta lógica: justificar un gasto porque “me lo merezco”, o guardar una camiseta que ya no sirve ni de pijama, no es irracional, es otra forma de valor que no cabe en Excel. En ese choque, la ropa deja de ser mercancía y se convierte en un espacio de rebeldía cotidiana contra la idea de que todo lo que no produce eficiencia está destinado al descarte.

El girl math muchas veces se caricaturiza como “gastar sin pensar”, pero en realidad se puede releer como un lenguaje cultural de resignificación del valor. No es que las mujeres compran de forma irracional, sino que elaboran otras métricas para medir la satisfacción, el tiempo, el uso y el apego emocional que una prenda genera. En vez de reducirlo a la idea de “compras impulsivas”, el girl math puede verse como una forma de economía cotidiana: se calcula en horas de uso, en recuerdos acumulados, en lo que simboliza pertenecer a una comunidad estética. Es más un acto de traducción creativa que de irracionalidad.

Por ejemplo: un vestido usado cien veces “vale menos por puesta” que un blazer caro que nunca salió del clóset. Esa lógica no contradice la economía, la complementa: introduce afecto, narrativa y sentido a lo que el mercado solo mide en cifras.

Aplicado a la ropa, el girl math funciona como un antídoto frente a la obsolescencia programada: no compramos solo por utilidad, compramos por placer, por identidad, por memoria. Lo que parece irracional desde la economía neoclásica es, en realidad, un recordatorio de que el consumo está atravesado por afectos, narrativas y hasta pequeñas dosis de autoengaño creativo que hacen más llevadero el sistema.

Si el girl math muestra cómo interpretamos el valor económico desde la cotidianidad, la economía afectiva ayuda a entender por qué esas reinterpretaciones son tan poderosas: porque la moda no se mueve solo en el terreno del precio o la utilidad, sino en el de las emociones. Lo que parece un cálculo absurdo —como decir que un vestido “se paga solo” porque lo usaré muchas veces— en realidad refleja que compramos para sanar, para celebrar o para marcar un cambio vital. En ese sentido, la ropa no es únicamente mercancía, sino un dispositivo afectivo que transforma un acto de consumo en ritual y memoria.

Ahora bien, ¿qué es la economía afectiva? es un concepto que se usa en ciencias sociales para describir cómo las emociones, los afectos y los vínculos simbólicos influyen en las dinámicas económicas y de consumo. Sara Ahmed habla de cómo los afectos circulan entre cuerpos, objetos y discursos, generando vínculos que tienen efectos políticos y económicos (The Cultural Politics of Emotion, 2004). En este marco, la moda encarna claramente una economía afectiva: no adquirimos ropa solo para cubrir necesidades funcionales, sino para producir y gestionar emociones. Así, la ropa funciona como un catalizador de afectos, y su valor se despliega en un terreno donde el mercado y la vida emocional se entrelazan.

Entonces, ahora que concluimos que la moda también se mueve en una economía afectiva, podemos entender que una prenda no siempre se compra porque “se necesita”. Sino porque se convierte en vehículo de afecto: celebrar un logro con unos zapatos nuevos, sanar un mal día con un vestido lindo, o marcar un cambio importante con un closet distinto. Estas elecciones, que a primera vista podrían parecer caprichosas, son en realidad inversiones emocionales que dotan a la ropa de un valor que excede lo económico. En este sentido, el clóset funciona como un registro de la vida afectiva: cada prenda está ligada a un recuerdo, a un momento de euforia, a un duelo o a un deseo proyectado. La economía afectiva de la moda nos recuerda que el consumo no es sólo transacción, también es ritual, memoria y cuidado de uno mismo.

La ropa funciona como un archivo afectivo que resiste a la lógica fría del mercado. Lo que para la economía tradicional es un gasto hundido, para nosotras es una memoria tangible: una camiseta que me hizo sentir cómoda y hermosa, un vestido que me acompañó en un evento importante, unos zapatos que me regaló un ser querido. La moda, vista así, no es simple consumo, sino un dispositivo de narración y cuidado personal. Ahí entra la economía afectiva: compramos no solo para cubrir necesidades, sino para habitar emociones, sostener identidades, reproducir códigos del grupo social al que pertenecemos y producir sentido en un mundo que nos pide justificarlo todo con números.

Al final, mirar nuestro clóset es también un ejercicio de inteligencia emocional. Cada prenda que guardamos o soltamos habla de cómo gestionamos nuestra economía personal, no sólo en términos de dinero, sino de afecto, memoria y cuidado propio. La ropa nos recuerda que el consumo no siempre obedece a la lógica de la eficiencia: a veces compramos para sanar, para festejar o para marcar un nuevo comienzo. Eso es lo que la economía afectiva pone sobre la mesa: que el valor no se mide únicamente en cifras, sino en emociones que circulan con la misma fuerza que el capital.

En ese sentido, el famoso girl math deja de ser un chiste sobre gastar irracionalmente y se convierte en un lenguaje creativo para pensar nuestra relación con el dinero y la moda. Es la forma de decir que el valor de una prenda no siempre cabe en Excel, porque también se calcula en horas de alegría, en autoestima fortalecida o en recuerdos que no tienen precio. Amar la ropa a través del tiempo, incluso cuando ya no es nueva, es reconocer que vestirnos nunca ha sido un acto neutro, sino una coreografía entre economía, identidad y emoción.

Por: stargirrrl

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