Para ser bella hay que ver estrellas ⭐✨⭐✨

Para ser bella hay que ver estrellas ⭐✨⭐✨

No estoy segura de cuál fue la primera vez que me hicieron entender que la belleza dolía. Quizás fue cuando mi tía me dijo que debía estar aguantando aire todo el tiempo para que no se me saliera la panza; quizás fue después de rogar y rogar para que me hicieran la keratina —porque qué horror ser rizada— y el cuero cabelludo me ardía por los químicos; quizás fue cuando me depilé mis cejas pobladas para quitarme los “pelos sobrantes” y la piel del rostro se me enrojeció y me ardía. Quizás fue alguna de esas veces, quizás no recuerdo la primera, quizás fueron todas. Todo esto mientras transitaba la preadolescencia.

Pero lo que sí tengo muy presente es un recuerdo de una vez me quejé de tener que pasar por todos esos procedimientos y mi mamá me dijo: para ser bella hay que ver estrellas, probablemente algo que le dijeron a ella en la misma situación. No lo entendí por completo en ese momento, pero años después ya siendo más adulta, en medio de una de las situaciones más tóxicas a las que he sometido mi cuerpo, lo recordé. Y validé esa frase para seguir sometiéndome a cosas que me hacían daño, solo por quedarme en el estándar. Pero esto pudo haberle pasado a cualquier chica, porque es mi historia y la historia de todas las niñas adolescentes. 

Estos días estuve pensando en Un cuerpo propio de Roxane Gay expone con crudeza la batalla constante que ha librado con su cuerpo en una sociedad que insiste en que las mujeres solo valen si cumplen un ideal estético imposible. Habla del hambre, del peso, del dolor físico y emocional que conlleva intentar encajar, no por vanidad, sino por supervivencia emocional en un mundo que castiga los cuerpos que se salen de la norma. Ella simplemente se muestra, con todas sus cicatrices y contradicciones, para decir que el cuerpo también es un campo de batalla donde muchas mujeres aprenden, a la fuerza, a resistir.

No es solo mi caso, es de muchas, escrita a lo largo de la historia. El cuerpo femenino es un espacio de guerra que ha sido históricamente controlado, vigilado, moldeado y castigado por normas sociales, políticas y culturales. No se trata solo del cuerpo biológico, sino de todo lo que se impone sobre él: cómo debe verse, qué debe ocultar, cómo debe comportarse, cuánto debe pesar, qué debe desear, cuándo debe ser madre, si puede o no decidir sobre sí. Es un campo de batalla porque sobre él se libran disputas constantes: el patriarcado lo sexualiza pero también lo reprime; la industria lo vende como producto, pero le exige sacrificio; la religión y el Estado lo regulan, castigan el aborto, censuran el placer, dictan su moral; las redes sociales lo exponen y lo exigen. Cada “deber ser” es una batalla: depilarse, adelgazar, aguantar, sonreír, complacer. Pero también lo es cada gesto de libertad: vestirse como una quiere, dejar de someterse, decir que no, resistir la vergüenza.

Judith Butler plantea que el cuerpo no es una entidad neutra ni natural, sino que se constituye a través de discursos sociales y políticos. No nacemos simplemente “con” un cuerpo: lo que entendemos por cuerpo —su forma, sus límites, su validez o invalidez, su género— es resultado de normas culturales que nos preceden y nos atraviesan. En ese sentido, el cuerpo no es algo que simplemente “es”, sino algo que “se hace” constantemente bajo presión.

Esa presión no es inocente: está cargada de violencia simbólica y material. Se nos dice cómo debe verse un cuerpo "normal", cómo debe moverse, vestirse, hablar, a quién debe desear y qué debe ocultar. Por eso, el cuerpo es un campo de batalla: porque allí se disputan los sentidos de lo que es legítimo y lo que es abyecto, lo que merece protección y lo que puede ser descartado.

Los cuerpos que no se ajustan —los gordos, los trans, los racializados, los discapacitados, los queer— son marcados como fallos, como amenaza, como exceso.

Pero Butler también abre una posibilidad: si el cuerpo es construido, también puede ser reconstruido. Esa misma materialidad que ha sido disciplinada puede convertirse en resistencia. Habitar un cuerpo fuera de la norma, nombrarlo, mostrarlo, reivindicarlo, es una forma de desobediencia. En ese gesto, el cuerpo ya no solo es un campo de batalla impuesto, sino una trinchera desde la cual desarmar la violencia que lo quiso silenciar.

Cada una de nosotras tiene su historia de guerra escrita en el cuerpo. A veces son cicatrices visibles; otras, marcas silenciosas que solo nosotras reconocemos. Son los dolores heredados, los silencios impuestos, las vergüenzas aprendidas. Y aunque el enemigo ha sido común —el mandato estético, el control, la culpa, la vigilancia— también lo es nuestra capacidad de resistir, de rebelarnos incluso en lo más íntimo: en no odiarnos, en no escondernos, en no pedir disculpas por existir como somos.

Tal vez por eso empezamos a contarnos estas historias. Porque cuando una mujer pone en palabras su dolor, otra encuentra el suyo reflejado y ya no se siente sola. Porque nombrar es una forma de sanar, y compartir, una forma de devolvernos el cuerpo. Quizás lo hacemos por nosotras, pero también por las que vienen: para que la próxima vez que una niña escuche que “para ser bella hay que ver estrellas”, tenga otra voz que le diga que no. Que no tiene que doler para ser. Que su cuerpo no es un error a corregir, ni un molde a rellenar, sino un lugar legítimo para habitar. Que la belleza no se gana a través del sacrificio, sino que se sostiene en la libertad.

El dolor fue una de las primeras lenguas que aprendimos a hablar con el cuerpo. No era solo físico —la cera caliente, el ardor de los químicos, el hambre disimulada—, era también un dolor más sutil y profundo: el de no estar a la altura, el de compararse, el de sentirse insuficiente. Era un dolor normalizado, incluso celebrado, como si doler fuera parte del trato de ser mujer. Nos enseñaron a soportarlo en silencio, a asociarlo con el amor, con la belleza, con la dignidad. Pero el dolor que no se nombra se vuelve hábito, y lo que debería ser señal de alarma se convierte en rutina. Aprender a reconocer ese dolor, a decir que no lo queremos más, es también una forma de recuperar el cuerpo. 

Quizás por eso las mujeres soportamos más dolor porque ha sido moneda de cambio para ser vistas. Aprendemos desde muy jóvenes a asociar el sufrimiento con el valor personal: la dieta extrema, la cirugía, la incomodidad constante, el tiempo invertido, todo eso se presenta como un requisito necesario para ser aceptada, deseada o incluso tomada en serio. La violencia estética está tan normalizada que muchas veces se vive como elección individual, cuando en realidad es una estructura cultural que opera sobre el cuerpo femenino como una forma de disciplina.

Uno de los monstruos invisibles producto de este daño en nuestra forma de vernos es la dismorfia corporal. Muchas veces es el resultado silencioso y devastador de una relación tóxica con nuestro cuerpo, una relación moldeada por años de exigencias externas, miradas invasivas y dolor normalizado. Cuando aprendemos desde muy jóvenes que debemos modificarnos empezamos a mirar nuestro cuerpo no como un aliado, sino como un enemigo a corregir. Esa autoobservación constante, ese juicio interiorizado, va sembrando una distancia entre lo que somos y lo que creemos que deberíamos ser. La dismorfia no aparece de la nada: crece en un terreno donde el cuerpo se ha vuelto un proyecto fallido, donde lo que duele se interpreta como necesario y donde el deseo de encajar termina por borrar cualquier noción de aceptación. Vivimos en una cultura que nos enseña a desconfiar de nuestro reflejo, y que muchas veces celebra ese descontento como una forma de disciplina o superación. Pero en realidad es una herida profunda que necesita ser nombrada para poder empezar a sanar.

Uno de los valores que más me parecen importantes en mi forma de ver el mundo es la libertad, la deseo y la busco, pero no puedo decir que soy completamente libre y para este caso en específico todavía tengo mucho espacios en los que mi cuerpo sigue siendo un territorio de guerra, conversaciones que no quiero tener conmigo y cosas en las que creo que no tengo completamente internalizadas. Aún cargo con la memoria de todo lo que intenté borrar de mí para parecer aceptable. Me cuestiono todo el tiempo preguntándome cuántas veces he confundido dolor con belleza, sufrimiento con pertenencia. Pero el dolor ya no me parece un pago justo por permanecer en un estándar del que no pertenezco. 

Pero estoy aprendiendo. A habitarme sin miedo, sin pedir disculpas por ocupar espacio, sin disfrazarme para encajar. A dejar de esperar permiso para existir en mi forma más auténtica, incluso si eso incomoda. A decir que no: no al mandato de la perfección, no a la vergüenza heredada, no al sacrificio disfrazado de amor propio. A no dejar que el estándar me domine con su arbitrariedad y su crueldad envuelta en promesas de aceptación. A mirar mi cuerpo no como una trinchera abandonada, sino como el único lugar donde puedo resistir con dignidad y ternura. A reconocerlo como memoria, como hogar, como territorio legítimo. Porque ya no quiero que la belleza duela. No quiero que sea sinónimo de castigo ni de negación. Quiero que me libere. Que sea mía. Que pueda habitarla desde el deseo, no desde el miedo. Que se parezca más a una fiesta que a una prueba. Porque el cuerpo también puede ser un acto de libertad, y esta vez quiero escribir la historia desde ahí.

Quiero, para ti y para mí, una mirada más suave hacia nosotras mismas, una que nazca de la ternura y no del juicio, no nacimos para complacer. Es el reto que debemos tomar todos los días y ojalá si alguna decide ser mamá esto te haya servido para enseñarle que para ser bella no hay que ver estrellas. 

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