Volvamos a ser románticos: una resistencia emocional en la era digital

Volvamos a ser románticos: una resistencia emocional en la era digital

No le voy a negar a nadie que soy una intensa romántica; todo me parece romántico. Pero cuando digo "romántico" no me refiero solo a un beso, una caricia o la relación entre dos personas que se aman. Entiendo lo romántico desde lo instintivo de los sentimientos humanos, el idealismo, la nostalgia, ese momento preciso en el que nos atrevemos a abrir el corazón.

Y lo valoro tanto porque hoy vivimos en una competencia absurda por quién menos siente, quién menos demuestra. Nos domina la lógica, el utilitarismo y la tecnología.

Más de una vez me he encontrado a mí misma cansada de deslizar la pantalla del celular sin encontrar nada que de verdad me conmueva o me inspire. Nada que me haga pensar más allá de un video de 15 segundos que simplemente me gusta. Pero, al mismo tiempo, me frustra no poder soltarla del todo. Eso me hizo pensar en la famosa frase “ir a tocar pasto”. Y fue así como, hace más o menos un año, subí por primera vez una montaña. Pocas veces he sentido algo tan profundamente satisfactorio. Ver cómo cambiaban las plantas con la transición de los pisos térmicos me conmovió de una forma inesperada. Eso es lo que yo llamo romántico. No quiero satanizar la tecnología ni volverme la más hippie con este discurso. Solo me cuestiono qué es lo que realmente me conecta.

¿Cuándo fue la última vez que algo te conmovió sin razón práctica?

En su artículo “Neorromanticismo y artes visuales: una estética de la resistencia”, publicado en la Revista Imágenes del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM, Luis Javier Plata Rosas analiza cómo el neorromanticismo ha resurgido en el arte contemporáneo como una respuesta crítica al dominio de la razón instrumental, el utilitarismo y la tecnocracia que marcan el mundo actual. Este movimiento no es una simple nostalgia del pasado, sino una forma de replantear la relación con la naturaleza, las emociones y lo simbólico, retomando valores del Romanticismo clásico —como la contemplación, la sensibilidad individual y la espiritualidad— para confrontar una cultura saturada de inmediatez, consumo y automatización. Según Plata Rosas, esta nueva sensibilidad busca abrir espacios para lo íntimo, lo vulnerable y lo ecológico, utilizando el arte como vehículo para imaginar otras formas de habitar el mundo que no estén mediadas exclusivamente por la lógica de la eficiencia.

El romanticismo está lejos de ser cosa del pasado; de hecho, está haciendo un comeback con toda la fuerza en plena era digital. En medio del caos estético del streetwear y las microtendencias que cambian cada 15 minutos, lo romántico aparece como un suspiro de aire fresco. ¿La inspiración? Desde el universo de Bridgerton hasta Poor Things, pasando por los virales de TikTok como #coquette y #regencycore. Todo apunta a una necesidad colectiva de suavidad, nostalgia y drama emocional en lo que llevamos puesto. Siluetas etéreas, encajes, perlas, colores empolvados y cortes que parecen sacados de una novela: lo romántico vuelve a enamorar.

Pero esto no es solo jugar a la princesa. Lo que propone esta estética es más profundo: una forma de rebelarse contra la rapidez, el ruido y la lógica del “útil por encima de todo”. Diseñadoras como Simone Rocha y Cecilie Bahnsen no solo crean ropa hermosa, crean universos. Sus prendas no se visten, se habitan. En vez de gritar tendencia, sus diseños susurran historias, emociones, pausas. El romanticismo de hoy no busca complacer, busca conmover. Y en un mundo donde todo dura un scroll, eso ya es una revolución.

Siguiendo la línea que propone Luis Javier Plata Rosas en su análisis del neorromanticismo, donde destaca la vuelta a lo emocional, lo simbólico y lo ecológico como formas de resistencia frente al utilitarismo moderno, podemos ver cómo este nuevo romanticismo se filtra también en lo cotidiano y lo pop. Hoy, el romanticismo ya no se encierra en museos ni en lienzos antiguos: vive en el estilo personal, en la pasión con la que habitamos lo que nos gusta, nos ponemos lo que queremos y tratamos de encontrar lo que es nuestro; en artistas como Chappell Roan, cuyas letras dramáticas, performances teatrales y estética exagerada nos recuerdan que sentir intensamente es un acto de poder. Lo romántico también se cuela en el auge de la astrología, el tarot, el amor por la fotografía analógica, cámaras vintage, el journalingy la nostalgia de épocas que no vivimos, pero que idealizamos como Y2K. El slow fashion es quizás la forma más romántica de vestir hoy: elegir prendas con historia, con intención, que duren y te hagan sentir algo. En vez de correr detrás de cada tendencia, se trata de ponerle pausa al consumo y emoción al estilo. Porque sí, también se puede ser intensa con una blusa secondhand y unos zapatos que cuentan su propia novela.

Y claro, en este revival emocional hay un fenómeno clave: nos creemos los personajes principales. Caminamos por la calle como si estuviéramos en una escena de película, nos vestimos como si el mundo fuera nuestro escenario y editamos recuerdos en formato cinematográfico. No se trata de egocentrismo, sino de esa búsqueda romántica de darle sentido, emoción y estética a lo cotidiano. En tiempos donde todo parece calculado, la necesidad de volver al corazón es profundamente diciente.

Cada vez es más evidente que los verdaderos villanos del sistema no son criaturas de ficción, sino los tecnócratas y arquitectos del capitalismo tardío: esos que con una sonrisa prometen eficiencia, innovación y “soluciones”, mientras exprimen recursos, emociones y tiempo humano como si todo fuera capitalizable. Se disfrazan de genios del progreso, pero han convertido el mundo en una máquina que no para de producir, consumir y agotarse. Bajo su lógica, el arte se convierte en contenido, el amor en algoritmo y la imaginación en una función más del mercado. Frente a eso, el romanticismo es una defensa radical de lo inútil, lo bello, lo lento y lo emocional frente a un sistema que solo valora lo que puede monetizarse.

Durante décadas nos vendieron la promesa de un futuro brillante, ultraeficiente, controlado por la lógica y la tecnología. Pero esa narrativa está empezando a resquebrajarse. La fe ciega en el progreso se tambalea entre crisis climáticas, agotamiento colectivo y una saturación digital que ya no inspira, solo abruma. Y en medio de todo, aparece un miedo muy real: que la inteligencia artificial reemplace no solo tareas repetitivas, sino también la imaginación, la intuición, el arte. Lo humano. La idea de que una máquina pueda escribir poemas, pintar cuadros o componer música genera más ansiedad que asombro. Ante ese desencanto, el romanticismo resurge como respuesta emocional y simbólica: una forma de defender lo que no se puede automatizar —la emoción, el deseo, la belleza sin función— como si fueran los últimos refugios de lo verdaderamente humano.

Ahora bien, La moda siempre ha sido mucho más que ropa: es un espejo de la sociedad, un lenguaje visual que traduce sus tensiones, deseos y contradicciones. Cada prenda, colección o pasarela lleva consigo las preguntas de su tiempo. Los diseñadores y artistas no crean en el vacío; son observadores agudos de lo que pasa en el mundo, y sus propuestas reflejan realidades colectivas, angustias compartidas y movimientos culturales en surgimiento. La moda captura el pulso emocional y político de cada época. En tiempos de crisis, muchas veces es la moda la que primero lo grita, lo transforma y lo embellece.

Esta tensión entre lo humano y lo mecánico también se ha colado en la moda. Como reflejo de un mundo saturado de productividad, rapidez y algoritmos, diseñadores como Simone Rocha, Cecilie Bahnsen o casas como Valentino están apostando por una estética que se aleja de la funcionalidad pura y se lanza de lleno al exceso romántico: volúmenes imposibles, encajes delicados, capas teatrales. Según Rosco Magazine y Vogue, esta ola romántica en la moda es mucho más que una tendencia visual: es una respuesta emocional a la frialdad de lo tech. Frente al fast fashion desechable y al uniforme neutro del “look eficiente”, el nuevo romanticismo viste lo inútil, lo sentimental, lo dramático. Porque cuando todo se mide en datos, salir a la calle como si fueras la protagonista de una novela gótica es, honestamente, una forma de protesta.

Otro referente del neorroanticismo moderno y la construcción de mundo completamente emocionales es el vestuario de Nosferatu, diseñado por Linda Muir en la versión de Robert Eggers, es un ejemplo poderoso de cómo la moda se convierte en narrativa emocional y política. Su propuesta no solo ambienta una historia gótica, sino que traduce a través de telas, formas y texturas esa sensibilidad neorromántica que hoy resurge con fuerza. En un mundo dominado por lo rápido, lo técnico y lo útil, Muir elige lo opuesto: capas pesadas, corsés, transparencias y detalles artesanales que evocan una estética medieval, dramática y profundamente simbólica. Los trajes no visten cuerpos: visten emociones, miedos, memorias.

En un presente donde se nos empuja a ser eficientes, productivos y emocionalmente contenidos, el romanticismo regresa no como una nostalgia vacía, sino como una forma legítima de resistencia. Su resurgimiento —en el arte, en la moda, en lo cotidiano— no es casual, sino profundamente necesario. Ante un sistema que transforma el arte en algoritmo, la sensibilidad en debilidad y la ropa en desecho, el neorromanticismo propone otra forma de estar en el mundo: una más lenta, más atenta, más conectada con lo simbólico, lo emocional y lo humano.

La moda, como lenguaje visual del presente, ha sabido capturar este giro. Desde las siluetas teatrales de Simone Rocha hasta el vestuario gótico y artesanal de Nosferatu, lo romántico se convierte en algo que no solo se observa, sino que se habita. Vestirse como si cada día fuera una escena de película, escribir cartas, elegir una blusa por la historia que lleva o llorar con una canción pop no son caprichos: son actos de resistencia emocional en un mundo que constantemente nos quiere desapegados, distraídos y disponibles. Este nuevo romanticismo no teme al exceso, al drama ni a la vulnerabilidad, porque entiende que lo emocional no es una debilidad, sino una potencia.

¿Cuándo fue la última vez que algo te conmovió sin razón práctica? tal como nos recordaba el profesor Keating en La sociedad de los poetas muertos, “no leemos y escribimos poesía porque sea bonita. Leemos y escribimos poesía porque pertenecemos a la raza humana. Y la raza humana está llena de pasión”. En un mundo que parece diseñado para apagar esa pasión, volver al corazón es profundamente subversivo. Por eso, más que una tendencia, el romanticismo es una invitación urgente: volvámonos románticos otra vez. Aunque duela. Aunque nos llamen intensas. Aunque el mundo insista en hacernos olvidar que, incluso en medio del caos, aún podemos —y debemos— sentir.

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